Salir
de Cuenca implica necesariamente dos cosas. Una, salir de mi zona de confort y
enfrentarme a nuevos estímulos, amenazas y oportunidades. Y dos, unas cuantas
horas de autobús; en este caso, 10 horas hasta Quito, la capital de Ecuador.
Quito
es una ciudad de 35 km de largo y 20km de ancho, según el taxista que me recoge
en la terminal terrestre y me deja en mi punto de destino en la city. Yo me lo
creo. Es enorme. Y además con una significante diferencia entre el norte y
el sur de la ciudad. Al norte, se concentra la clase media-alta,
los negocios, las empresas y la administración local y nacional. Al
sur, las clase social medio-baja, el caos, los burros en las calles y el
desorden. Esta separación está claramente marcada por el monte del
Panecillo que divide ambas zonas. La colina está coronada por la Virgen de Quito, una virgen gigante (al estilo del Cristo de Río de Janeiro en Brasil) que, además de dividir la ciudad
en dos, da la cara a la zona norte (los ricos) y la espalda a la zona sur (los pobres).
Por
supuesto no me resisto a avistar la ciudad, el norte y el sur, desde allí
arriba, así que me propongo, como no, subir al monte por las escaleras a
las que se accede desde el Centro Histórico. Nada más empezar mi incursión un
grabado en la pared me advierte de que no estoy en zona segura. Pero no hago
mucho caso, avanzo animada por un guardia de seguridad con una cacho metralleta que me dice: ¡Dele,
usted está delgadita y no le va a costar llegar arriba! Sin embargo, unos
metros más arriba, una vecina sentada en las escaleras con un par de garrafas
de agua me advierte de que es peligroso seguir subiendo yo solita, que me detenga
en la siguiente calle y que coja el autobús o un taxi para que me deje
arriba. Añade además que, a pesar de que desde hace unos meses la municipalidad
haya instalado unos “ojos de águila” (cámaras de seguridad) para controlar los
robos, la zona sigue siendo insegura. Este aviso, me pone realmente en alerta,
así que sigo su consejo y me subo en el autobús un poco más arriba.
En
el Panecillo, una insignificante decena de gringos y yo observamos las vistas.
Poco turismo, pienso para mí misma, teniendo en cuenta que ese lugar es uno de
los mayores atractivos de la ciudad. Sin embargo, esta percepción cambia cuando
por la noche salimos por la conocida zona de La Ronda. Una calle de estilo
español, colonial, que bien podría ser cualquier calle de Andalucía, que ha
sido reformada y convertida en uno de los sitios de más marcha nocturnos de
Quito. Esta zona sí está repleta de turistas que, como yo, aprovechan la noche
del viernes en la capital del país andino.
Tras
unas horas moviéndome en esta zona desconocida o de aprendizaje, esto es Quito,
regreso a Cuenca, tras otras 10 horas de autobús. Cuenca me tiene atrapada. No sé si por la ciudad en si,
o más bien por todo lo que conlleva mi vida aquí.
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