Empieza a amanecer. Después de 9
horas, el negro negruzco que se ve a través de la ventana escampa y se transforma
en un azul oscuro, que poco a poco se convierte en un azul más claro, combinado
de rosa, naranja, rojo y amarillo. Con la luz del sol, el calor húmedo del
Oriente ecuatoriano entra por la puerta del autobús, cada vez que se abre para
recoger a los trabajadores que empiezan su jornada laboral con los primeros
rayos del sol. Es el calor de la selva. Estamos llegando a Puyo. Parada para
recargar pilas con un bolón de chicharrón y carne, y un tazón de leche. Con el
estómago contento, seguimos. Faltan 2 horas hasta Tena. El paisaje confirma que
la Sierra andina queda atrás. Ahora, la vegetación, los ríos, y el calor son
abrumadores y tropicales. Y esto es sólo la entrada al Amazonas…
En Tena desde luego empieza otro
mundo. Otro Ecuador. Los niños comen el producto escondido en las cañas de los
árboles; los perros pasean por la Iglesia donde imparto el curso de
desarrollo sostenible; el ritmo es pausado (más aun si cabe); las peluquerías
el servicio más común en las cuatro calles que conforman la ciudad; los anuncios
con actividades de deportes de aventura, el mayor atractivo turístico; y la lluvia,
torrencial. En Tena, me doy cuenta de que Ecuador es tan diverso que yo sólo
quiero seguir viajando para poder descubrir su riqueza.
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