Ojos que no ven, corazón que no
siente. Eso es lo que pensé mientras veía cómo metían el pescado en el autobús
de Machala (ciudad costera y pesquera del sur de Ecuador) con destino Cuenca
(ciudad serrana).
Las cajas de pescado eran tan
pesadas que era imposible no arrastrarlas; rozando por el suelo aquellas colas
de corvina que se escapaban de los plásticos en las que iban envueltas. Los 32º
y la humedad del momento hacen inevitable que el esfuerzo de los dos mozos que
empujan las cajas, no resulte en gotas de sudor chorreando sobre las escamas
de las corvinas. Para más inri, alguna cucaracha ronda la zona y, por
descontado, las moscas revolotean las cajas enviciadas por el olor de los peces.
Yo observo la operación a escasos
dos metros. Me gustaría echarles una mano. Sin embargo, lo que hago es contener
alguna tímida carcajada. En realidad, la situación es tan surrealista que en
ese momento no sé si morirme de risa o morirme de asco. Seguramente, la misma duda me surja
mañana cuando me digan: “ de segundo tenemos corvina”.