Desde que nos conocimos hace ya
un par de meses, un día que aparecí en la puerta de su casa despertándolo de la
siesta (“es que me levanto muy pronto”, se justificó), nuestra relación ha sido
muy especial. Por su profesión como arquitecto y su conciencia crítica como
ciudadano nuestras conversaciones han sido una gran fuente de inspiración para
mí y para mi investigación.
Además de hablar sobre procesos
urbanos de gentrificación o de la
evolución de los precios en el Centro Histórico, tocamos otros tan banales temas
como la vida (así, en general), el amor (también, así en general), el destino o
el paso del tiempo. Como dos filósofos, desplegamos las alas de nuestro
pensamiento y sobrevolamos los caminos que cada uno de nosotros ha seguido en
referencia a estas cuestiones.
Esta mañana nos hemos visto para
poner punto y seguido a nuestros encuentros reflexivos. Él con un café delante
y yo con un té. Hemos vuelto a tocar nuestros temas favoritos, así como mis
aventuras en estas semanas que no nos hemos visto. Pero, además, hoy reflexionábamos sobre la
fotografía; en concreto, sobre el poder de las fotos para estructurar
acontecimientos vitales de cada uno. “Tú cuando te tomas una foto en el momento
A sólo la entiendes cuando en el momento B (esto es, días, meses o años
después) vuelves a ver la foto, y visualizas todo lo que ha acontecido entre el
momento A y el B”. Y lo ha ejemplificado diciendo: “Me acuerdo que después de
hacerme la foto en este puente, partí rumbo a Osaka, donde viví 5 años y tuve a
mi segundo hijo. ¡Quién me lo iba a decir que después de esa foto vendría todo
el resto!”.
Esta reflexión por supuesto que
no descubre América. Pero ha sido suficiente para incentivarme a desenfundar mi
cámara y retomar la toma (valga la redundancia) de fotos. Más que nada porque me mata la curiosidad por saber
que va a pasar entre mi momento A (Cuenca) y mi momento B (¿?).