Superado el trauma de las
corvinas de Febrero, estos meses han sido de reencuentros y despedidas; baños en
el Pacífico y aguas termales; de temazcales; de trabajo, mucho trabajo; de
sonrisas, sudor y lágrimas; de skypes; de ensaladas de fruta y morochos; de
boda; de disfraces de monja y de chola que no hacen más que confirmar la frase “las
apariencias engañan”; de conflictos y de resolución de conflictos; de arroz y
más arroz (¿ no era que me gustaba?); de tele transportaciones a la India los
domingos por la noche con los platos especiados del Paki y sus videos bolliwodienses;
de playas paradisíacas; de nuevos sellos en el pasaporte, de Perú; de estrés; de
visitas a la zona rural y mingas; de curso de gestión de riesgos y desastres, y
de terremotos de 5,8 grados en la escala de Richter; de aniversarios de llegada
al Ecuador; de mucho Romeo y poco Marc; de mucho comer y poco correr, a
excepción de los 15k; de mucha resistencia y poca velocidad; de reuniones;
preguntas indecentes; cuidados intensivos al bonsái que se marchita delante de
la terraza; de partidos de futbol de primera división que parecen de tercera, y
empates que enloquecen a la grada; de regalar trocitos del músculo que bombea
en mi pecho a viajeros, enfermos y anónimos; de pérdida de anonimato y ratos
pensando en ello; de infinitas carcajadas nocturnas con Leo Harlem; de comerciantes
bravos; de ideas magistrales y olvidos garrafales que cuestan puestos de
trabajo y unas cuantas canas.
Tras las corvinas de Febrero, sólo
espero/deseo que la venta de pescado en esta lonja no cese o, al menos, siga
tan animada como hasta ahora.